En un fértil prado pastaba tranquilamente un buey. Era el jefe del rebaño: Semental desde muy joven, unos magníficos pastos y los mejores cuidados de su dueño.
Un dia, paseando junto a la cerca, límite de su territorio, pudo observar una mancha verde que estaba situada unos pasos mas allá de ella. Se acercó corroído por la curiosidad y pudo comprobar que se trataba de un brote de hierba fresca que allí había crecido.
Él, que lo tenía todo, pudo haberse conformado con admirar su descubrimiento desde la valla, pero no. No podía dejar pasar aquella magnífica oportunidad de llevarse a la boca aquel manjar tan exquisito, aunque en ese momento llevaba el estómago atiborrado de heno fresco, gentileza de su amo.
Introdujo la cabeza por el hueco de la empalizada, no sin esfuerzo pues el sitio era bastante estrecho, e intentó alcanzar la apetitosa mancha con la puntita del hocico... Un poco mas, un poquito mas...Ya podía sentir el aroma de aquel suculento banquete que estaba a punto de disfrutar...Un poco mas, ya casi...
Pero como nada hay perfecto en este mundo, una vez satisfechos su curiosidad y su insaciable apetito, al ir a retirarse en busca de otros menesteres propios de su rango, se dió cuenta para su disgusto que no podía sacar la cabeza.
Cuando amargamente cayó en la cuenta de que había quedado atrapado, tiró y volvió a tirar para intentar liberarse de aquella para él mortal trampa.
Pero todos sus esfuerzos resultaron vanos, y cada vez se sentía mas agotado, hasta el punto que cambió de táctica, y de los tirones desenfrenados pasó a mugir con desesperación...
Al poco rato, intrigado por tanto mugido, se acercó a él otro buey que también pertenecía al rebaño.
Éste era ya viejo, casi sin dientes, y mucho menos favorecido en "otras actividades" que nuestro protagonista.
Estuvo un buen rato observándolo y luego se acercó y comenzó a olisquearlo por todas partes, percatándose así de su situación delicada, que seguro no iba a desprovechar.
Lo que ocurrió después no me atrevo a narrarlo. Sólo os diré que dos horas después apareció el ganadero, quién tuvo que cortar las tablas motosierra en mano para poder liberar al animal, al tiempo que le decía acariciándole el lomo: -Pobrecito, pobrecito-.
Desde aquel día nuestro buey siguió disfrutando de la vida igual de bien, pues estaba destinado a ello, y además no le quedó ninguna marca del incidente a no ser la de su dignidad y su orgullo manchados.
Consejo: Cuando te embarques en cualquier aventura, por muy atractiva y por muy segura que parezca, procura siempre cubrirte bien las espaldas.
By Vito.
Buena moraleja para llevarla a la práctica
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