martes, 23 de julio de 2013

Vidas atípicas (VI)



En Puebla de Alcocer donde nació, no le quedaba otra salida que ser objeto de burla permanente. Así que su padre lo vendió por 70 reales, dos hogazas de pan blanco, media arroba de arroz, miel del Alentejo, una garrafa de aguardiente, dos paletas de jamón y un daguerrotipo de los que hacían en la feria. No era un mal trato, pese a que el viejo hubiese querido sacar por él 200 reales. Pero dio con Marrafa, un portugués con más que probadas dotes de negociador, experto en los bajos fondos y ojeador de la fauna universal que recopilaba para su circo luso ambulante.
Agustín Luengo no le pareció mal el trato. Él sólo quería recorrer mundo y dejar atrás las leyendas que exageraban su figura hasta agrandarlo en tres metros, además de pintarlo alimentándose de ratones vivos y durmiendo en el fondo de un pozo seco. Él sólo quería —soñaba, más bien, con suerte— llegar a enamorarse…

Esta es la insólita historia de un gigante romántico a quien las circunstancias dieron un vuelco en los géneros para convertirla en un cuento de terror. Adquirió su fama en vida, además de como atracción circense, por lo que saltaba a la vista cuando paseaba por la calle. 



En el Museo de Antropología de Madrid dentro de una vitrina reposan los restos del gigante extremeño, en el museo de la plaza de Atocha. Velasco, nada más verlo, comprendió que entre las extremidades de ese torpe corpachón se escondía su gran sueño. El culmen universal para una carrera que le había llevado a conseguir la cátedra de Anatomía en la facultad de Medicina. Aquel ser humano descalzo que desfiló ante él en una actuación privada organizada por Marrafa para Alfonso XII sería la atracción mundial para su gran proyecto: el museo diseñado por él, inaugurado en abril de 1875.
No tardó en ofrecerle un trato. Su cuerpo muerto en vida a un precio más que generoso: 3.000 pesetas y una condición. Un adelanto de 1.500 en mano y el resto del pago de la siguiente manera: cada día debía presentarse personalmente en su casa a recoger 2,50 pesetas —lo que ascendía a dos jornales de un albañil en la época— hasta que falleciera.

Luengo no era capaz de alcanzar a comprender lo que para él representaba un chollo. Pensaba vivir bastantes años. Pero el doctor Velasco jugaba con ventaja. Sabía positivamente que su enfermedad —una acromegalia que le impedía detener el crecimiento— acabaría pronto con él.
Con dinero fresco en el bolsillo, Luengo dejó atrás sus días junto a Marrafa. El circo le dio fama. Pero había dos cosas que no le contentaban. La primera, una codiciosa obligación impuesta por el portugués. No le quedaba más remedio que permanecer oculto allá donde pararan para no estropear la sorpresa ni el impacto que debía producir en el público. Y más cuando se exhibía en un país cuya estatura media a duras penas sobrepasaba el 1,50. La segunda respondía a pesares más íntimos: seguía sin encontrar el amor.
En la capital del reino, creía, le sería más fácil. Aunque fuera pagando. Así que dejó atrás una vida rodeada de canguros, carretas, tigres de bengala, enanos que servían de tapadera para el contrabando, piojos en infecciones torrenciales, trapecistas y mujeres más excéntricas que exóticas para aterrizar en otro ruedo ibérico: el Madrid galdosiano y pre esperpéntico de Valle-Inclán.

En dicho escenario, Luengo fue a caer en brazos de la Joaquí, auténtica estrella en el burdel de la Antonia. Pero, más que amor, esta, lo que perseguía, era el bolsillo bien surtido de Luengo, muy generoso con su jornal diario en sus atenciones. Ni el príncipe heredero de Grecia se había gastado tantos cuartos en ella.





El gigante malgastó su adelanto convencido de que así la podría sacar de allí y formar una familia de estatura normal. Pero no hubo modo y, con mal de amores a cuestas, el pobre Agustín parecía un tilo despojado de ilusiones dando tumbos por las calles de Madrid. Para colmo, una tuberculosis ósea le carcomía los huesos sin que apenas nada le calmara el dolor. 

Una buena mañana sufrió un colapso y murió tirado en una acera. El doctor Velasco ni se enteró. Cuando pudo cerciorarse ya era tarde y el experimento de su embalsamamiento quedó arruinado. Debía hacerlo con el cadáver caliente. No llegó a tiempo. Pese a que se afanó en vaciarlo de carne podrida y dejarlo solo en los huesos, los planes quedaron desbaratados. La pretensión de equipararse a otras piezas de museos europeas se fue al garete. Y con ella, la ambición de dejar atrás las referencias mayas y egipcias en dicho arte también. Del gigante extremeño quedan únicamente los huesos. Sobre la piel, arrancada entonces por Velasco, nada se sabe. Los primeros descansan en su vitrina, el resto quedó durante años guardado en los desvanes del museo. Ahora no hay rastro pese a que allí permaneció hasta los años ochenta. La familia Velasco, propietaria del cadáver y del Museo Nacional de Antropología, tiene la respuesta.






Fuente. El País. 


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