Estaba situado sobre la loma mas alta, destacando sobre todas las casas que se levantaban a su alrededor, y aunque había perdido mucho encanto como edificio de la edad media, porque había sido arreglado ya que estuvo a punto de derrumbarse, desde fuera se veía como si lo hubieran acabado de construir sus primeros dueños, una familia muy importante en aquellos tiempos llamada Ponce de León.
Yo pasaba largos ratos observándolo desde la ventana de mi clase, y sentía envidia de sus nuevos habitantes: Cernícalos, palomas, gorriones, y otros muchos pájaros, porque podían entrar y salir a su antojo, y me preguntaba porqué estaría siempre cerrado, y cómo era que estando tan cerca de nuestro colegio, y después de muchos años, nueve para ser exactos, no habíamos ido ni una vez de excursión con mi clase a visitarlo, ya que, además, dentro había un museo de historia la mar de interesante.
Aquel día, estábamos en clase cuando sonó el timbre para salir al recreo, afortunadamente porque estaba apuntito de quedarme dormida. La profesora nos pidió que saliésemos ordenadamente, cosa difícil porque aquel era un día muy especial, y se notaba en el ambiente: ¡Nos íbamos de vacaciones de Semana Santa!
Mis amigos y yo cogimos los desayunos y bajamos las escaleras en dirección al patio. Allí había un jaleo impresionante y estaba todo lleno de vallas, y es que estaban arreglando una parte de las aulas de los pequeños, que al parecer se había hundido un poquito con las últimas lluvias.
Nos acercamos para ver un rato qué hacían los albañiles, quienes se movían rápidamente llevando cosas de un sitio para otro, con sus cascos blancos y sus monos azules. Entonces, se oyó un pitido, que sería un aviso para ellos, pues en ese momento, se quitaron todos a la vez los cascos como si fuera un baile ensayado, se subieron al camión, y salieron chutando, dejando la obra detrás.
Nos miramos, y sin decirnos palabra porque sabíamos perféctamente lo que pensábamos todos, nos acercamos a la puerta de la verja que limitaba la obra, en la que había una abertura, demasiado pequeña para que pudiese pasar un adulto, pero suficientemente grande para caber nosotros. ¿Quién no ha pasado alguna vez por al lado de una casa en obras o en ruinas sin sentir la curiosidad de entrar a echar un vistazo? Pues eso, que en un santiamén y con un poquito de esfuerzo (unos mas que otros, claro) nos metimos por la abertura de la valla.
Entramos en la clase que estaban arreglando, que estaba toda llena de palos largos que iban desde el techo hasta el suelo, y en una de las esquinas había un buen montón de arena y piedras, y detrás del montón, en el rincón, una tabla apoyada sobre la pared. Aparte de eso, del muchísimo polvo, y de muchas herramientas por todos los sitios: Martillos, palas, algunas linternas... no se veía nada mas que fuese interesante.
Estábamos a puntito de darnos la vuelta para marcharnos de allí, pero Jesús, el único niño del grupo, que dijo sentirse indignado, se subió sobre la montaña de arena con una pala en las manos y la lanzó sobre la tabla del rincón, que en ese momento se cayó hacia delante, dejando a la vista un agujero que había en el suelo de un metro aproximádamente.
No preguntéis ni cómo, ni cuando, ni porqué. Sería porque éramos niños y a los niños nos puede muchas veces la curiosidad, como a los gatos, y esta era una de esas veces. El caso es que cuando nos dimos cuenta, habíamos cogido las linternas que había por allí y habíamos bajado por la escalerita de hierro que los albañiles dejaron allí colocada.
Muertos de miedo, nos apretamos los cinco para examinar aquel sitio en el que sin querer pero queriendo nos habíamos metido, y desde donde no pudimos oir el timbre que anunciaba el final del tiempo de recreo. La verdad es que en ese momento, esa era la menor de nuestras preocupaciones.
Se trataba de un pasillo muy largo y oscuro como la boca de un lobo, y que iba cuesta arriba pero muy suavemente. No se trataba de una cueva ni nada de eso, porque el suelo era liso, y las paredes también. El techo era alto, tanto que estando de pie nos faltaba bastante para dar con la cabeza, y creo que saltando con los brazos estirados hacia arriba, tampoco llegaríamos a tocarlo.
Lógicamente, ya que habíamos llegado hasta allí, no nos íbamos a dar la vuelta, así que nos pusimos en fila india, con Jesús delante, claro, y empezamos a recorrer el pasillo con la ayuda de las linternas ( y de un martillo que llevaba yo en la mano por si hacía falta defenderse de algo o de alguien). Ninguno decía ni una palabra, pero podían oirse nuestras respiraciones agitadas, y creo que si hubiésemos puesto un poco de empeño, podríamos haber oido también el porrompompón de nuestros corazones super acelerados.
Llegamos al final del pasillo y nos encontramos con una escalera, pero esta no era de los albañiles, sino que era una escalera de piedra de unos diez peldaños, que subimos con mucho cuidado. Justo en la mitad de la subida tropecé con algo, que rodó escalones abajo haciendo un tremendo ruido metálico al golpear cada uno de ellos, y una vez abajo, siguió rodando unos metros más. Corrimos hacia el objeto para ver que se trataba de ¡un casco! Pero este no era blanco y de plástico como el de los albañiles, sino metálico y ovalado como habíamos visto más de una vez en el libro de cono. Lo observamos un rato sin cogerlo y seguimos nuestro camino escalera arriba otra vez.
El pasillo seguía otro largo tramo en la misma dirección, el cual recorrimos en poco tiempo, porque ya habíamos perdido bastante el miedo, y nuestros ojos se habían acostumbrado a ver mejor. Al final del pasillo había otra escalera, pero esta era diferente: Era mas larga y giraba hacia la izquierda en la mitad, dibujando un ángulo recto. Pero lo que más nos impactó fue ver que las paredes estaban repletas de espadas y escudos, y también había antorchas como habíamos visto alguna vez en una película...
Íbamos subiendo las escaleras muy léntamente, con las linternas apuntando a aquellas armas que habíamos encontrado y cuando llegamos arriba íbamos ya sin aliento. El pasillo continuaba otro tramo en línea recta, pero con una diferencia: ¡al final se veía luz!
Comenzamos a dudar si deberíamos seguir adelante o darnos media vuelta porque ver una luz allí sí nos dio un poco de miedo, ya que nuestra fantasía comenzó a volar y a darnos malas ideas de lo que podríamos encontrar al llegar a aquel sitio iluminado. Pero una vez más, nuestra curiosidad pudo con todos nuestros temores y decidimos seguir.
A medida que nos íbamos acercando a la luz, empezamos a notar un olor extraño, como a humedad, que cada vez se iba haciendo mas intenso, al mismo tiempo que comenzamos a oir un tic-tic-tic..., como el goteo del agua, que se oía mas fuerte a cada paso que dábamos.
Quedaban unos diez metros para llegar a la luz, que claramente procedía de arriba, y que casi nos dejaba ver sin tener que usar las linternas, cuando nos encontramos con una puerta a nuestra izquierda. Era una puerta muy antigua, de madera, y con una ventanita en el centro con unos gruesos barrotes. -¡Una mazmorra! -Dijimos al mismo tiempo, y todos nos avalanzamos hacia la pequeña ventana para intentar ver dentro de la habitación.
Un olor muy fuerte salía por aquella ventanita. Con las linternas y empujándonos pudimos ver que había grandes telarañas y se veían cuerdas negras en las paredes. No, no eran cuerdas, ¡eran cadenas! ¡Y qué era eso que colgaba de esa cadena de allí! ¡Era un esque...!
-Chicos, ¿qué hacéis aquí?-, se oyó de repente una voz a nuestras espaldas, una voz que nos asustó pero que al mismo tiempo nos llenó de tranquilidad. Era nuestra profesora que había venido a buscarnos al ver que no habíamos vuelto después del recreo. (Segúramente algún niño nos vería atravesar la valla y fue a contárselo).
Un rato después, estábamos de nuevo en clase, y tras la regañina (que creo que no fue demasiado grande), la profesora, emocionada, nos contó que en aquellos tiempos, cuando se construían los castillos, se les hacían esos pasadizos secretos por si eran atacados y veían que podían perder la batalla, sus habitantes pudiesen escapar. Se decía que nuestro castillo no lo tenía, pero el día anterior los albañiles de la obra del colegio se habían encontrado sin querer esa abertura pero nadie había entrado todavía. Nadie excepto nosotros, claro. Y también nos explicó que la luz que se veía al final del túnel era la del Sol que entraba por el pozo del castillo, que era donde empezaba el pasadizo, y que estaba situado justo en el centro del patio.
Finalmente, como castigo para nosotros, nuestra maestra, guiñándonos un ojo, nos pidió que redactásemos un cuento durante las vacaciones en el que narrásemos la aventura que habíamos vivido. ¡Y este es el mío!
Y así fue como aquel día casi consigo ver el castillo de mi pueblo. Bueno, otra vez será...
FIN
Natalia Sánchez Jiménez. 6.B C.E.I.P. Isabel Esquivel. Mairena del Alcor. Sevilla.